© Israel Alonso, 2025
—Me gustaría comerme tu corazón —dice, desde las profundidades, entre el paréntesis que forman las piernas abiertas de ella, interrumpiendo otros apetitos.
—¿Ah? —No es, quizá, la respuesta más elocuente del mundo, pero es la que le brota del pecho y le sube por la garganta, entremezclada con los gemidos de hace tan solo un instante. Es tal vez en ese momento, desnudos en la cama del Airbnb, con los cuadernos desperdigados por el suelo como la ropa arrancada, como poemas perdidos, como apuntes sobre la anatomía del otro, la primera vez en que piensa en el colapso de la función de onda, pero no tiene tiempo a verbalizarlo, porque él acomete de nuevo la épica gesta de encontrar el vellocino de oro entre los vellos finos y dorados de su pubis en llamas.
—¿Te gustaría comerte mi corazón? —le recordará ella más tarde, aún sin vestir, ya recuperados, eso sí, los papeles y los libros, los retazos escritos de su búsqueda eterna—. ¿Lo decías en serio?
Él se ríe, porque siempre se ríe, se la come con los ojos y se ríe. Se la come. Con los ojos, con los labios, con la lengua. En ese momento en que ella le está preguntando si de verdad quiere comerse su corazón tan solo se la come con los ojos, pero forma parte del bucle en el que se encuentran inmersos: se pasa la vida comiéndosela, en todas las presentaciones posibles, en todos sus planteamientos, desenrollando los nudos de su alma a fuerza de besos, desenlazando las palabras que ella le regala como si nunca, jamás, hubiera escuchado una palabra. Como si no existiera, de hecho, el idioma hasta que brota de sus labios, que brillan de hambre y deseo, de cacao y labial transparente.
—Si pudiera hacerlo —responde él, abandonando el subrayado de una frase para prestarle toda la atención del mundo—, me latiría dentro, me fecundaría…
Ella lo interrumpe con una risotada que rompe, por suerte, la intensidad del momento.
—Me moriría, gilipollas.
—No, porque vivirías en mi estómago, en mis huesos…
—Me moriría, porque no tendría corazón —repite ella, arrugando una página del Libro de las Mutaciones y arrojándosela directa a la frente—. Gilipollas.
Ríen. Y es interesante, desde nuestra perspectiva, porque su risa rebota en paredes que no existen, generan sonidos nuevos que también son risas, pero que no lo son, y nos devuelven, aquí en nuestra omnisciencia de observadores casuales, una cantata absurda, un mantra, que vibra en nuestros esqueletos como si convulsionáramos. Sentimos la onda, que no se decide, tímida, a colapsar y, por un momento, ni siquiera somos conscientes del cambio de escenario, pero ocurre.
Ella no se llama Lucía, ni él Horacio, y nadie ha pintado su camino con tiza en el suelo. De momento, de hecho, son dos extraños que han dado en convivir en el espacio cerrado y concreto de un ascensor que debería subir, pero no sube, qué le pasa que no sube, al último piso de un edificio turístico a la primera hora de la mañana de un día lluvioso.
El técnico ha dicho a través del llamador de emergencia, en un idioma que no es el de ella ni tampoco el de él, pero que ella entiende a la perfección, qué no entenderá ella, que pronto solucionarán el problema y los sacarán de ahí, que no teman, que pronto vendrá la ayuda.
Ella traduce, ante la mirada perdida de él, y él asiente, y sonríe, porque lo de sonreír forma parte del bucle que estamos presenciando, y ella le sonríe de vuelta, porque ese es el detonante, al menos en esta variación, y él siente que el ascensor de pronto se descuelga de su asidero y cae al vacío durante un millón de años, ese es el vértigo, el vértigo exacto que siente cuando la ve sonreír, achicando los ojos, apoyada contra el espejo, hombro con hombro con otra mujer que sonríe igual que ella, pero que no es ella y tampoco es la Maga, claro está, ni ninguna otra mujer de ningún otro libro, de ningún otro poema.
Es quizá ese instante, en ese cruce de dientes que aún no han mordido los labios del otro, que quizá jamás los lleguen a morder, que él piensa por primera vez, o no, quién sabe, en el colapso de la función de onda. Pero no dice nada, porque el ascensor, maldito y bendito ascensor, da como un saltito, un breve instante como de antigravedad, que hace que, por instinto o quizá ya por amor, por qué no, no me contradigan, que ya saben que en realidad da completamente igual, se acerquen, colisionen despacio pero inexorablemente, y él, en un alarde de caballerosidad, o quizá porque sus manos ya no saben qué hacer sin su cuerpo, la agarra de la cintura, como para protegerla, como para protegerse.
Por supuesto, estos dos del elevador no son aquellos de la cama, ni esos otros que pasean bajo la lluvia maldiciendo y riendo, a partes iguales, al dios de la climatología y a la diosa de las coincidencias, ni ella se llama Eloísa, ni él es Abelardo, pero, insisto, tanto da cómo se llamen, tanto da cómo se quieran, porque el espectáculo no ha hecho más que comenzar. Y la función de onda aún es esquiva.
Tanto da, pero…
—Podríamos escribir la novela de todas las novelas tú y yo juntos.
—Tan solo follaríamos como salvajes, entre papeles y libros abiertos, tú lo sabes y yo lo sé.
—Podríamos redactar nuestro propio manifiesto.
—Follar como salvajes.
—No te digo yo que no, pero… ¿y una religión?
—¿Sabes? Siempre me ha parecido muy molesto cuando la gente, los hombres, quiero decir los hombres, te hacen un love bombing a los cinco minutos de conocerte.
—No sé de qué me hablas.
—Idiota. Pero, en serio, ¿qué necesidad hay de decirle a alguien, no sé, que es la mujer más hermosa que ha visto en su vida? Ella sabe que no es tan guapa y tú sabes que es mentira. Y es innecesario. No tenemos necesidad de…
—No eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
—…
—No, en serio. No lo eres.
—Vale. Pues gracias, supongo.
—Ahora no me frunzas el ceño, ¿eh? Te estoy dando la razón.
—No frunzo el ceño.
—Tampoco sabes mentir. Pero no, lo siento, no eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
—Vale.
—Eres la única mujer que he visto en mi vida.
—Vete a la mierda.
—En serio. Me puedes creer o no, pero no es literatura. No tengo ninguna necesidad, y lo sabes, de dorarte la píldora. Acabamos de echar el polvo del siglo.
—No te pases.
—Para mí, sí.
—Es que soy mucha mujer para ti.
—La única que existe en el mundo. Te lo acabo de decir.
Disculpen que interrumpa el diálogo, pero, como narrador, me veo obligado a hacerlo, porque en algún momento es necesario intervenir y estos dos pueden tirarse una hora enfrascados en una conversación infinita en la que, si somos honestos del todo, se están lanzando las mejores frases de la historia de la literatura universal. Pero, como toda buena frase, es imposible de rescatar sin su contexto adecuado. Lo otro son máximas, reflexiones de sobre de azúcar. La verdadera poesía está en el contexto, en los ojos que median entre los versos.
O no, yo qué sé, yo solo soy un narrador que se está poniendo intenso.
El caso es que todo esto es precioso, porque él lo dice de verdad. Cada vez que la mira se acaba el mundo, y es consciente entonces de que no hay nadie más que ellos dos, que viven en un paréntesis. Este podría haber sido también un buen momento para darse cuenta de lo del colapso de la función de onda, claro. Porque en parte es eso. Y en parte es un amor salvaje, el que se profesan dos seres humanos con cerebros incandescentes, en mitad del apocalipsis de una semana en sus insignificantes vidas.
Esto es aquí y ahora, por si alguien se ha perdido, pero existen otros momentos, otras pausas, otros paréntesis, donde él ni siquiera le confiesa que se siente atraído por ella, donde ella, de hecho, ni siquiera le corresponde; existe un universo entero en llamas porque el ascensor ni siquiera llegó a averiarse. Pero esto es aquí y ahora, y ella es la única mujer del universo. Y eso está bien, porque…
Ella pasa de largo, abre puertas, cierra puertas, da portazos de entrada y da portazos de salida, grita, llora, se rompe.
Él se quiebra, se desmorona, se le caen las palabras ya sin cuento, se le quema la chistera llena de trucos y se le derraman en el charco de su propia sangre las cartas que llevaba en ambas mangas.
Ella lo insulta, reniega de él, se arranca los besos de la cara, de los pechos, del ombligo, se extirpa los orgasmos del alma y se los arroja con furia, se da cabezazos para olvidar todas las canciones de mierda que creyeron que estaban escritas especialmente para los dos, vomita los poemas, los apelativos cariñosos, los chistes internos, el lenguaje secreto de los amantes, se vacía, se esfuma, se va.
Él llora sus propios huesos, se le indigesta el corazón que le late en las tripas, porque es de ella y ahora se pudre, se corrompe, se enraíza en sus entrañas tristes como un tumor o un rosal negro de pérdida y de muerte. Se queda quieto, sentado en la orilla de la cama, a medio vestir, a medio vivir, se siente muerto y perdido, se siente congelado y no va tras de ella, porque no sabe qué hacer, porque se acaba de producir un asesinato y alguien, quizá el narrador, está dibujando dos siluetas de tiza.
Mira, ve, escucha, tengo algo que contarte, no sé, quizá sea una tontería, pero puede ser, no sé, ni siquiera debería estar haciendo esto, pero tú lo dijiste, no sé, es una cuestión de mirar atrás después, al final del camino, y saber que al menos lo dije en voz alta, porque la alternativa, no sé, a ver, la alternativa es escribir, es la manera en que ha sido siempre, tiene que ver con el colapso de la función de onda, me he dado cuenta mientras sonreías antes, sí, lo siento, no te estaba escuchando del todo porque me estaba fijando en cómo sonreías y en cómo se apagaba el resto de la escena contigo en el centro, lo de la función de onda, digo, ya sabes, que en realidad todas las posibilidades que tenemos por delante están existiendo en paralelo hasta que no tomamos una decisión, hasta que no damos un paso, hasta que no te diga que me gustas, que ahora mismo estaría dispuesto a morir por ti porque no existe nadie más en el universo, hasta ese momento, hasta el momento en que te lo diga, hay un sinfín de universos en los que tú y yo tomamos distintos caminos, en los que nos casamos y tenemos un perro y un gato, y una hija que se llama Gabriela, en los que somos los dueños de una fábrica de donuts, en los que investigamos los textos de mil poetas para poder escribir la mejor novela de la historia, en los que ni siquiera llegamos a conocernos, qué triste, no sé, todo eso a la vez y otras muchas opciones y tú y yo aquí, ahora, mirándonos con cara de tontos.
Ella ya estaba enamorada en este otro punto del relato, no me pregunten de quién porque se me ha olvidado. O estoy haciendo esfuerzos sobrehumanos para no recordarlo, porque les juro que ahora mismo lo mataría. No tiene culpa, ténganlo en cuenta, cómo no enamorarse, cómo no morirse de amor viéndola resplandecer en mitad de ninguna parte, porque no existe ninguna parte cuando ella está presente. Es una hoguera, es la madre de todas las hogueras, el refugio perpetuo, el cobijo… Perdónenme. Quiero decir… Quiero decir que eso opina él. Yo tan solo soy un narrador y trato de ser objetivo. Tan solo era una broma, lo prometo. De verdad. Lo de la hoguera, fíjense, lo acabo de leer en su diario, en el de él, de la época en que le escribía todo el rato y le decía al oído cosas como que querría llenarle el cuerpo de letras, de símbolos, de signos, de sigilos, de siglos de palabras que se retorcieran en espirales por todos sus recodos, por todos los pliegues de su cuerpo soñado, y digo soñado porque, de hecho, ella le hablaba, ella le decía que lo quería incluso, pero. Ella le decía que la hacía feliz, pero. Ella le decía, pero. Y él solo soñaba con acercarse y tatuarse en su cuerpo, arder con ella en un abrazo, y unos besos, y quizá una vida entera de abrazos y besos, pero. Porque ella, en esta iteración, en esta variante, ya estaba enamorada de otra persona. No lo odio, de verdad, es que estoy empatizando con él, con nuestro él, el coprotagonista de este relato caótico, que, a su vez, escribió esto en su diario:
«COMO ENAMORARSE DE UNA HOGUERA
Tan solo los separaban los átomos. Era algo que se repetían constantemente, como una especie de referencia interna, un guiño, algo que formaba parte del lenguaje secreto de los amantes, su propio glíglico, formado por todas y cada una de las cosas que ambos conocían, que ambos habían vivido, experimentado, soñado, imaginado juntos, y que conformaban una burbuja a su alrededor en la que nadie ni nada podía entrar, que nadie podía siquiera vislumbrar, una burbuja que crecía con cada nuevo detalle que encontraban, que incluso se alimentaba de sí misma dando lugar a referencias de referencias, ocultando bajo capas y capas de significantes el pobre esqueleto del significado. Su relación se movía entonces como si sus espíritus se enredasen todo el tiempo, se persiguiesen, se buscasen, como palomas ciegas, como volutas de humo dentro de una bola de cristal, opaca desde fuera, un huracán en llamas desde dentro. Podían hablar solamente con los ojos, pero también podían usar palabras y eso era lo mejor. Eran capaces de decirse en público que se morían el uno por el otro, que no existía nada más que ellos en el mismo corazón del universo y que sí, que solo los átomos los separaban y a veces ni eso, a veces las leyes de la física se tomaban vacaciones y los dejaban colisionar, dando a luz una onda expansiva de amor, deseo y complicidad que arrasaba hasta las mismísimas entrañas del tiempo, podían hacerlo, decía, en mitad de la jauría humana, entre la multitud, y nadie podría entenderlos. Como un mensaje secreto escondido en mitad de una conversación cotidiana, un verso acróstico en un discurso mundano. Ella lo sabía, y se comía sus palabras, y se reconocía en las referencias, y se derretía en los detalles, y brillaba y se encendía y daba calor y energía a los pobres mortales que la contemplaban. Y él la miraba y se dejaba arrasar por la refulgencia de sus ojos, el fuego inmortal de sus sonrisas, la dulce fiereza de sus susurros; se dejaba quemar a fuego lento y pensaba que era bueno. Como encontrar el hogar en mitad de una tormenta. Como mirar directamente al sol y ver a dios. Como enamorarse de una hoguera».
Y también de la misma época, escrito en la primera página de un cuaderno comprado compulsivamente y olvidado luego en alguna parte, también de esa época, de un día en que él se encontraba terriblemente perdido porque ella estaba pasando el día con el otro, con la persona amada que no era él:
«hoy que la hoguera
calienta otros pechos;
hoy que la luz
inunda otros sueños;
hoy que me siento tan solo
tan triste
tan loco;
hoy que me muero
que me mato
que me lloro».
Les cuento todo esto, les enseño estas intimidades para que comprendan, para que sean conscientes de que la onda no se decidía por colapsar, pero sobrevolaba sus vidas lanzando sentencias de muerte. Y el escenario cambiaba. Y eso estaba bien, para alejarse de tanta miseria. Pero les advierto que a veces se pone un poco raro.
—No… No tengo ni idea de cómo hemos llegado aquí.
Ella, vistiendo su camiseta favorita, que, en otra vida, en otro mundo, en otro sueño, en realidad era la camiseta favorita de él.
—Creo que estamos durmiendo.
Él, embelesado, porque la playa es la playa, alguna de su infancia, con las rocas detrás, restos de una vía romana que se sumerge en las aguas bañadas por un sol que se derrite tanto como él, y quizá por los mismos motivos; el sol se derrite por mirarla directamente, aparición mariana vestida con camiseta negra. Es su playa, pero también es la de ella, la playa de un recuerdo, un momento de soledad en la infancia y unos caballos, ¿de dónde han salido esos caballos?
—¿Dónde?
Confusa, pero divertida, mueve la boca y surgen los sonidos, y el corazón que tiene delante, embobado, los traduce en latidos.
—Creo que estamos en una nave generacional.
También confuso. Taquicárdico, pero es normal. No ha conseguido aclimatarse a estar a su lado, aunque hayan pasado un millón de años.
—En una nave… Sí. Recuerdo. Fui a por ti.
Recuerda. Claro que recuerda. La sangre en las venas le moldea los pensamientos y les da forma, gólems hechos con ideas viejas, ideas nuevas, ideas sueltas. Lo persiguió.
—Viniste a por mí.
Él, tan viejo como el mundo, sus ojos conservan un conocimiento que no está reservado para los seres mortales, se le han cuarteado las pupilas de mirar sin verla.
—Vine a por ti, pedazo de gilipollas. Cómo se te ocurrió.
Ella, tan antigua como el universo escalón a escalón, célula a célula, tan hermosa como siempre, pero sí, mayor, la ligera diferencia de edad que los separaba desaparecida de un plumazo, ella, un boceto hecho de electricidad estática, lava incandescente y amor. La determinación como escudo, como coraza, como combustible para su incendio primordial.
—No me querías.
Dice él, y la ansiedad le mueve un ojo. Un tic. Un guiño. O un intento desesperado por no llorar, porque piensa que, si llora, sabe que, si llora, todo su cuerpo acabará deshaciéndose. Se convertirá en un charco de agua salada, sangre y deseo. Deseo, sí, deseo.
—Te dije mil veces que te quería.
Dice ella, y da un paso adelante, lo cual es el equivalente del avance imperturbable de todas las naciones que en el mundo han sido. En todos los mundos. En todos los posibles mundos. Y también en los imposibles.
—Estabas…
—Estaba.
—Pero estabas…
—No pronuncies su nombre. Sí. Estaba con él, intentaba estar con él, probablemente fuera más sencillo estar con él, no lo sabía, porque no tenía tiempo para pensar, ¿sabes por qué?
—No.
Miente.
—Porque no me dabas tregua. Me querías a bocajarro. Entraste a cabezazos exigiendo amor. Y no me dabas tiempo a pensar. No me…
Llora.
—Lo siento.
—No. Está bien. No hay nada que sentir. Éramos otras personas. Pero… ¿por qué…?
Los puntos suspensivos inundan el espacio entre los dos. El espacio entre sus átomos. El espacio que separa sus cuerpos incluso ahora. Sus corazones.
—Porque no podía vivir, porque solo podía pensar en ti, y tú…
—Y yo no podía responderte a lo que reclamabas a la velocidad que lo necesitabas, pedazo de impaciente.
—Lo siento.
—Calla. Y, en lugar de hablarlo, te alistas.
—Yo pensé que…
—Que te calles. Un viaje de un millón de años. Eso es lo que necesitabas para olvidarte de mí. ¿Sabes el tiempo que tardé en saber dónde estabas?
—No sé qué decir…
No saben qué decir, se lo digo yo, porque el concepto de «tiempo» se les había quedado pequeño. Habían burlado incluso, en la reacción en cadena de amarse, la distancia temporal que los separaba, como amantes inmortales o dioses anárquicos. Un viaje solo de ida a las estrellas, congelado, porque…
—Estaba congelado y pensé que no notaría la diferencia.
Y ella que lo mira ahora, pero que no ha dejado de mirarlo desde que una vez se cruzaron, en un concierto un ascensor una barbacoa en la playa una visita turística un festival manga un apocalipsis nuclear. Ella, que lo siguió, guiándose quizá por la brújula que tenía en el pecho, sur-suroeste, el imán de la sangre, la fuerza inequívoca del cuerpo queriendo encontrarse con su reflejo, con su otra mitad. Supo dónde estaba y lo encontró, y ya estaba congelado. Y ella también se alistó, porque…
—Estabas muy guapo cuando dormías.
—Amor…
—No digas una guarrada ahora, que sé lo que vas a decir.
—No digo nada.
Pero se lo dice, claro que se lo dice, con los ojos, con las yemas de los ojos, con los filamentos astrales de sus dos ojos sin edad se lo dice, y les ahorro el detalle porque, en efecto, era una guarrada, que a ella le hace hervir la sangre de nuevo, tras un millón de años, con sus más y sus menos pero un millón de años, despertando y durmiendo, despertando y durmiendo, vigilando el sueño de él, acompasando sus edades, ahora idénticas.
—Me has dicho… ¿Qué es eso del picnic?
Lo dice con genuina curiosidad, aunque ya intuye lo que viene a continuación.
—Traje una vid —dice ella, y el cosmos cobra de pronto otro sentido—. Traje una vid y la planté en el corazón de la nave. Hice vino, mi vida.
—Para brindar.
—Para brindar.
—Un vino.
—De un millón de años.
—Haremos un picnic. Como en el relato aquel.
—Eso es, mi vida. Un picnic de un millón de años.
Me retiro un momento mientras finalmente se abrazan, y se comen la boca como si no hubiera pasado tanto tiempo, demostrando en el proceso que, efectivamente, sus bocas están hechas para comerse la una a la otra, uróboro bicéfalo, y sus cuerpos son en verdad sombras paralelas, punto impropio. Me retiro no porque sienta celos, cómo iba a… Me retiro porque esto es mañana, y ni siquiera está claro que esto sea el colapso de la función de onda, y sería bonito mirar aquella otra vez en que…
Ella no se llama Lisey y él no se llama Scott, él no la llama babyluv y ella no usará jamás una pala como arma para salvarle la vida, pero, aun así, aun así es la viuda de un escritor enterrada entre montañas de textos, entre columnas salomónicas hechas de papeles garabateados con la puta mala letra de un médico o de un demente, de un médico demente, atrincherada en un despacho vacío que una vez lo contuvo, que una vez lo vio escribir, lo vio rellenar el espacio yermo del papel en blanco con muchas letras, con montones de letras, con miles de millones de letras engarzadas que, por muchas vueltas que les diera, por mucho circunloquio que pretendiera realizar, salto mortal, cola de pavo real, feromonas literarias, por mucho que quisiera disfrazarlas de otra cosa, de otro tema, de otro género, en realidad eran demasiadas letras para decir tan solo una cosa, y esa cosa era su nombre, el nombre de ella, el nombre real, original, primigenio, que llevaba tatuado sobre sus alas de ángel puro, sobre su corazón de hoguera, de diosa, cobijo, refugio, hogar, que no era Lisey, ni era Eloísa, ni era la Maga, ni Melibea, ni Julieta, ni Hestia coronada, pero que era todas ellas y otras muchas más, bendita tú eres entre todas las mujeres, llenando cuadernos, libretas, papeles, sábanas, de historias, de cuentos, poemas, ideas que goteaban las unas sobre las otras creando una biblioteca infinita, preñada de ecos de distintas bibliotecas infinitas, el reflejo de unos ojos dentro de otros ojos, azul contra marrón, marrón contra azul, en un espejo y un espejismo que se repetía hasta el infinito.
Era la viuda de un escritor que había dejado demasiado texto por publicar, demasiadas cosas escondidas, pistas de un laberinto que siempre terminaba en ella y que, por tanto, no sabía si debía o no airear. No sabía qué hacer con todas aquellas historias inconclusas, con todos aquellos álbumes de tequieros, todos esos abanicos de versos, porque, si le hacía caso a él, si hacía caso de su boca, bendita boca llena de besos que siempre la alabó como si en verdad no existiera nadie más en el planeta, todas esas letras eran suyas, eran de ella, le pertenecían, musa y testaferro, destinataria y remitente, tanto en cuanto, según su bendita, bendita lengua, su bendita, bendita boca, era ella la que escribía aquellas frases, existiendo, sonriendo, moviéndose por el paisaje que era el universo alrededor, y él solo las recibía, una vasija, un cántaro, y después las derramaba, traducidas, en un idioma comprensible, más o menos, por todo el mundo que no era ella, pero, sobre todo, comprensible por ella, que sabía los trucos, que veía los hilos, que se reconocía, que se dejaba ver por debajo de la tinta negra.
¿Era justo darle al mundo algo que no podrían comprender del todo? ¿Era necesario? Podría, por supuesto, dedicar el resto de su vida, que apenas era vida ya sin él, a crear un diccionario, un libro de recetas, un manual de instrucciones, llenar las entrañas hambrientas de la biblioteca infinita con infinitas bibliotecas de pies de página, de anotaciones al margen, explicando los trampantojos, encendiendo lámparas para que se vieran las costuras, subrayando las pistas, el carril de migas de pan que conducía inexorablemente a ella, siempre a ella, dedicando su sangre, su fuerza y su tiempo a desentrañar un misterio que en realidad no tenía misterio alguno, puesto que todo era lo mismo, por muy increíble que pareciera, todo era amor, y todo amor era suyo, para ella, así que quizá fuera mejor prenderle fuego a todo, ¿no decía que se había enamorado de una hoguera?, y que le dieran por culo al mundo, como es muy probable que él mismo hubiera querido.
Ahora mismo, permítanme que haga un poco de trampa, con ella sentada sobre el escritorio, que era uno blanco del Ikea, muy feo, pero que entre ambos siempre llamaban bargueño, como para darle ínfulas de algo que no era, como concediéndole que era el lugar de donde salía la magia, el estanque de donde salían los peces y las palabras, mirando un cuaderno fijamente, uno de esos que compraba compulsivamente, donde garabateaba una idea, un verso, una canción, para después olvidarlo para siempre, mirando esta vez un haiku, escrito con la letra trémula de siempre, «cruzas la puerta / como si en vez de dama / fueras cuchillo», con ella ahí sentada sin saber si es posible llorar más de lo que ya lo ha hecho, vamos a hacer un poco de magia literaria y, sin movernos de aquí, vamos a poner sobre la escena el momento exacto que está recordando ahora y, así, tanto ella como ustedes y yo, veremos lo que está mirando a través de la catarata de sus ojos de chocolate.
—Agarra cualquiera de mis libros, el que te dé la gana.
—No, que me vas a hacer el truco de adivinar frases y ya me lo sé.
—No, no, este es otro truco. Este no te lo sabes.
—Me sé todos tus trucos, mago de pacotilla.
—Este no.
—Te has puesto serio, ¿estás bien?
—Estoy bien, pero coge uno, por favor.
—Bueno, joder, qué raro estás. ¿Te vale este, o quieres uno con más premios?
—El que te dé la gana. Vamos, que es para hoy.
—Encima, impaciente. Vale, ya lo tengo, y ahora qué.
—Ábrelo por cualquier página al azar.
—Ese me lo sé.
—Que no, es que es otra cosa, por favor.
—Me estás asustando con tanto secretismo. Vale, vale, no me mires así, voy. Venga, página 54. ¿Qué pasa?
—Mira la página.
—La 54, sí, ya la he visto.
—No, no. La página, mírala, como quien mira una pared.
—¿Qué dices? ¿Te está dando un ictus? Sonríe, a ver si tienes los dos lados igual.
—En serio. Mírala.
—Vale, vale. Estás hablando de una estación espacial. Ah, no, es una colonia en otro planeta, y el prota está a punto de salir a investigar, pero no quiere que su marido se ponga más nervioso así que…
—No, no, no hace falta que lo leas.
—Una pena, porque este relato es maravilloso.
—En serio. Hazme caso, es importante.
—Claro. Dime. ¿Qué tengo que hacer?
—Mira la página.
—Miro la página.
—Como si no quisieras leerla, solo la… mancha de texto.
—La mancha de texto, sí…
Y ahí lo ve, se da cuenta, su rostro se ilumina y se incendian a la vez todas las constelaciones de todas las galaxias que habitan en el espacio que dista entre cada una de sus neuronas. Se da cuenta.
Se ve.
Se reconoce.
Su rostro dibujado, de alguna manera su rostro apareciendo, de una manera sobrenatural, las líneas en blanco, las letras en negro, los caminos, los ríos, los signos tipográficos, de algún modo inverosímil forman el retrato de su rostro, el recuerdo vivo de su cara, pero no es posible.
—No es posible.
—Prueba otra página.
Y ahí está. En otra página. Y en otra. En todas las páginas de todos los libros.
—Pero… ¿cómo?
Y él le explica cómo, se llevan horas hablando de cábala, de la importancia de la palabra pronunciada, de verbalismo, del gólem de Praga y las fórmulas mágicas, rescata su teoría sobre decir los fonemas exactos, en el orden exacto, en el tono exacto para hacer que alguien, cualquier alguien, enloquezca, se enamore, se suicide, y ella entiende que ya no se trata de literatura, sino de otra cosa, que no tiene nombre, porque para ponérselo habría que comprenderla, y él le explica lo que sabe al respecto. Pero no puedo reproducirlo aquí, no puedo explicarles si era real o espejismo, o si acaso se trataba de una alucinación compartida, si acaso estaban los dos tumbados en una cama de un hotel de Lisboa, o sobre un colchón de libros, cuadernos, apuntes, buscando el sentido de la vida, imaginándose esta escena que ahora reimagino yo para ustedes, pero, real o no, alucinación o sortilegio, es en eso en lo que piensa ella ahora mismo, sentada en la mesa, preguntándose qué hacer con la obra inédita de su amor muerto antes de tiempo. Es probable que sea en ese momento, y no en ninguno de los anteriores, yo ya no lo sé, cuando ella piensa por primera vez, o tal vez por última, en el colapso de la función de onda.
Siento mucho si se están perdiendo, me consta que estamos frente a un relato confuso, fragmentado, raro, loco, pero… Ustedes no los han conocido, a ella y a él, a los dos juntos. De haberlo hecho, comprenderían que no hay una manera lineal de contar su historia. En esta posible variación, él se muere, una extraña anomalía congénita que no había dado la cara, un contador biológico, una bomba de relojería, obsolescencia programada humana, un número concreto de latidos, y no otro, una cuenta atrás y, al llegar al cero… pum.
Pero en otras realidades la cosa fue distinta. No quiero destriparles en cuál de ellas colapsó la función de onda, porque no quiero hacerles spoilers. Al menos, todavía. Pero ya les digo que hay mucha miga. Esta historia que estamos presenciando es eterna, se enrosca sobre sí misma y tiene un millón de principios, y otro millón de finales, y de cada uno de ellos brotan incontables caminos. Así que, si les parece, en aras de que puedan continuar con sus vidas ahora que saben de las vidas de ellos, de ella y de él, de él y de ella, hagamos un ejercicio de velocidad, una carambola de vértigos, y demos un ojo rápido a lo que ocurre desde el panóptico del centro del universo.
Robaron el banco.
Parecía una idea de mierda, pero robaron el banco.
Se contuvieron cuanto pudieron, se dijeron que no era posible, se prometieron que ni lo soñarían, pero… lo soñaron. Y lo hicieron. Robaron el banco.
Hicieron el amor dentro de la cámara acorazada y ella sugirió grabar un tutorial de YouTube sobre cómo limpiar una sucursal siendo dos mindundis. Él, por su parte, sugirió grabarse los dos sobre un colchón de billetes y subirlo a OnlyFans.
—Y luego querrás cortarle la cabeza a todo el que lo vea, ¿no?
Él, que no es celoso, pero un poco sí. Que no es posesivo, pero un poco quizá. Que no pasa nada, pero coño.
—Me has cortado el rollo.
Usarán el dinero robado para sobrevolar el Palacio Real y arrojarlo sobre la población. Lo que ocurre a continuación es una historia de amor, sí, cómo no iba a serlo, pero también de anarquía, destrucción y república.
Ambos mueren abatidos mientras celebran la victoria por todo lo alto.
Es el Ponte Vecchio, o el de Puente de Carlos, o el Puente de Triana, tanto da. Les parece una horterada lo de colgar candados, pero cuelgan el suyo. Y no se arrojan al agua porque saben que flotarían. Llevan semanas perdiendo peso, volviéndose ingrávidos, alimentándose tan solo de besos y suspiros.
Ella tiene un lunar sobre el pecho izquierdo que ha comenzado a desprenderse, que tal vez no pase de esa misma noche antes de flotar hacia arriba, a reunirse con el gran lunar, que hoy está lleno y alumbra las aguas con un fanal de pálida lumbre. A él le da mucha pena porque ese lunar es suyo, de su propiedad, tiene las escrituras a su nombre, desde aquella tarde en que ella se escapó de casa para ir a verlo, cuando el mundo era otro y aún no se había movido, cuando pintaba megáfonos en las paredes y corazones en su espalda, cuando, a la penumbra de una barraca de una feria abandonada, o en un pabellón lleno de gente, o en los alrededores de un monumento histórico, o quizá en una cafetería esperando para poder entrar al hotel donde se consumirían, él le dijo este lunar me lo pido, y ella le dijo que para ti para siempre. Y, ahora, como el resto de ellos, alimentados tan solo de amor, se disgrega y se arremolina en una espiral de células muertas, fotos sagradas y versos perdidos.
Gabriela, nuestra hija Gabriela, la niña Gabriela, una acuarela viva pintada sobre un mundo en blanco y negro, una catarata, una avalancha de amor, de manos curiosas, unos ojos que devoran el mundo, que le sacan jugo, lo trituran para, con el polvo de sus ruinas, elaborar pinturas de guerra. Gabriela, pirámide desencadenada, torre de control, estatua humana, tan joven y tan vieja, un interrogante humano caminando cuesta arriba, cuántas cuestas tiene nuestro pueblo, virgen santa, una hoguera también, cómo no iba a serlo, pero una hoguera de ojos azules, la hija de la maestra, la hija del escritor, la hija de la escritora, la hija del maestro, es curioso cómo se desdibujan los personajes cuando llegamos tan profundo, pero Gabriela, nuestra hija Gabriela. ¿He dicho «nuestra»? Ups.
«Hacen falta pensadores más allá de las estrellas. Alístate. Ahora todo esto es campo». No era el eslogan real, pero a él le hacía gracia contarlo así, le hacía gracia lo del campo, y se alistó, no por la gracia, sino por alejarse de la onda expansiva, porque ella había elegido al otro, él había quemado su último cartucho diciéndole a ella que quemase el suyo propio dándole una última oportunidad a aquel idiota que no era él. Y se la dio, vaya si me la dio, y, aunque ya estaba sobre aviso, aunque ya sabía que podía pasar, en realidad siempre pensó que lo escogería a él, porque es un romántico, porque se siente protagonista de esta obra, que lo es, porque se siente especial, que también lo es, claro está, o de qué si no íbamos a estar contando cómo se alista en una nave para escaparse a un lugar tan lejano que hacen falta un millón de años para llegar a él. Un viaje solo de vuelta, pero es que no quiere volver. No sabe existir en una realidad donde ella sirva de hogar a otro huésped, donde sus manos acaricien otras manos, donde su espalda acoja otro pecho. No sabe vivir sin ella y no quiere siquiera intentarlo, pero lo suyo son las letras, qué carajo, así que no se va a tirar de un puente, ni se va a cortar las venas, ni se va a descerrajar un tiro. Ni siquiera sabría de dónde sacar un arma. Lo que decide es muy poético y, en un momento de euforia donde mezcla la ginebra con el bourbon, el hachís con la marihuana y las churras con las merinas, escribe en un cuaderno pocho la frase «100 años luz de soledad», y se queda tan pancho, a pesar de que el viaje que planea es otro y a pesar de que, más que realismo mágico, lo suyo es pesimismo trágico. Se lanza al espacio, sí, porque ya hemos dicho que lo suyo son las letras y no se va a permitir hacer algo que no sea digno de ser contado en una novela.
Se va, para alejarse de ella, pone Tierra de por medio, pies en polvorosa y se va, congelado en una nave, pensando quizá, tal vez, que cuando llegue al planeta aquel comosellame, igual sí que se pega un tiro con un láser, o se despeña por un cráter, o se corta las venas en una piscina de ácido sulfúrico. Lo que sea, pero lejos.
La onda es esquiva, se retuerce, se desliza, subversiva, sorteando las ideas preconcebidas, el experimento de la doble rendija detrás de una contraventana de una habitación de un hotel de Salamanca, los protones siendo ondas, pero también siendo partícula, todo depende de si observamos, ustedes y yo, lo que hacen los dos amantes, que han conseguido robar la biblioteca de incunables, la colección más rara a la que han podido echar el guante, y la han esparcido por todas partes, porque da igual, los libros dan igual, las palabras dan igual, solo son el mecanismo, solo son la ilusión visible de un juego de manos incorpóreo, una mano fantasma acariciando la espina dorsal, como quien lee un libro y pasea la yema por las frases, pero en carne y hueso. Buscan con las manos, con los cuerpos, realizan rituales que nada tienen de místicos, organizan religiones y golpes de estado, comprueban una y otra vez que los versos no se equivocan, que esconden otros rostros, las musas de la tinta, lo llaman, la carne derramada en el papel, dice él en un momento determinado, el ensalmo glorioso, lo bautiza ella, y lo diseccionan con cuidado, entre polvo y polvo, buscando las herramientas necesarias para poder reproducir el éxtasis, para traer el fuego a los seres humanos, entregarle las llaves del cielo a los mortales.
Si miramos, la onda se decanta y son conscientes. Nos ven. Nos intuyen. Nos descubren. Y es una pena, créanme, porque soy el narrador y, para poder contar esta historia, tuve que mirar. Y me vieron. Y la función se decantó.
He hecho trampas. Algunas las he declarado, otras me las he guardado, porque esta historia me gusta y no quería estropearla. Pero aquí estoy. Narrando. Contando la leyenda imposible de dos planetas que colisionan en mitad de una tormenta. De dos rayos perdidos del bastón de un dios traicionero. De dos gotas ingrávidas atrayéndose en la corriente estática de un suspiro. Yo narro, sí, pero también participo en este relato.
Soy yo el idiota. Fue a mí a quien eligió, de quien se enamoró ella, o de quien ya estaba enamorada cuando él entró a cornadas, dependiendo de qué parte de la historia le parezca a usted más verosímil. Pero fui yo, y quién puede culparme. Ya les he dicho que me vio. Y me miró, y… ¿Ustedes la han mirado? Habría que estar hecho de piedra para no volverse loco cada vez que pestañea, reinventando el universo, haciendo que anochezca y amanezca por el simple acto de mirar alrededor, brillando como mil soles en mitad de cualquier parte, una supernova que a veces paseaba de mi mano.
Yo llegué en algún momento desde allí, desde un limbo inexacto, una burbuja narrativa, un marco referencial que apenas podía llamar hogar, que apenas lograba contenerme a duras penas. Fui invocado, qué sé yo, para contar esta historia, la de ella, y la de él, la suya, la de los dos, fui convocado para contarla y se me atribuyó el poder de la omnisciencia, se me entregaron una corona y un cetro, se me permitió estar ahí, pero también aquí, y también entonces, y también ahora, y se me concedió el don de comprobar todas las líneas, todas las causas y sus efectos, todas las veces en que la historia acababa mal y, por supuesto, todas en las que acababa bien, que eran más, no me pregunten por qué, pero tiende a acabar bien, es un hecho, y se me dio la capacidad divina de narrarles este amor extraño, fragmentario y caótico como mejor me apeteciera.
Fui y vine, me moví de aquí para allá, y, lo siento, no pude evitarlo, me enamoré. La vi brillar, ya lo hemos visto, la vi refulgir, ya lo hemos dicho, y vi, y esto aún no lo saben, o si lo saben lo han averiguado por su cuenta, el efecto que su presencia provocaba en otros seres humanos. Se comían sus palabras, se bebían sus miradas, se dejaban ahogar en la radiación de su bendita sonrisa, y a mí me daba hambre, y me daba sed, y tenía frío, y trataba de evitarlo, sí, claro que trataba de evitarlo, pero ahí estaba de nuevo, y yo no podía frenarlo.
Le puse trampas, creé distracciones, inspiré su pluma, la de él, para que la retratase de una manera que solo podía estar reservada a los mitos, con el tonto afán de hacerme ver, de que se notase el diseño inteligente, la mano divina que movía sus hilos, pero los muy cerriles solo tenían ojos el uno para el otro, el otro para el uno, como una suerte de animal mitológico de dos cabezas, que se miran y se besan, y se cuentan chismes que nadie entiende.
Volví entonces a otro momento, un poco más atrás, y me aparecí, como una nube de oro o una serpiente beatífica, me aparecí, y recalculé las reglas, moví la urdimbre narrativa, desplegué los arcos argumentales más inverosímiles, y conseguí que me mirase, logré que quisiera quererme, que se enamorase del concepto de amarme. Y logré su mano en mi mano, y su espalda en mi pecho, y su boca en mi boca.
Pero él no dejaba de aparecer, dando cornadas, cabezazos, derribando cada pared y cada puerta, destrozando el laberinto y persiguiéndola, arrodillándose ante su sombra y rindiéndole culto y pleitesía, diciéndole una y otra vez, sin tregua, que la quería, que era la única mujer del mundo, que el universo ni siquiera existía, llegó a decir que estaban atrapados en un bucle más grande que aquel que los mantenía juntos, un bucle más raro, dijo, y llegó a decir, fíjense qué tozudo, que estaban dentro de un relato, que no era un sueño, sino un texto, escrito por alguien, no supo concretar más, línea tras línea, decía, y nos movemos al compás que nos marcan. Eso le dijo. Y ella lo creyó todas las veces y lo acompañó en mil ideas salvajes.
Les puse trampas, digo, les creé dificultades, multipliqué por infinito las variables de su amor, que yo quería imposible. Pero todas las veces, como fuerzas vivas de la naturaleza, como antorchas encendidas se encontraban. Un millón de años, dijo él, para dejarla en mis brazos y huir. Y una noche ella rompió la cuarta pared de mi casa, de mi burbuja, de mi entelequia figurativa, me dejó plantado y tiritando, muerto en vida en mi omnisciencia, y se fue detrás de él.
Un millón de años.
Eso es lo que me ha costado darme cuenta.
Mi misión era contar su historia y, de alguna manera, lo he hecho. He desplegado, como he sabido, todas las narraciones que convergen desde sus cuerpos enlazados, desde sus corazones asaetados, fíjate qué cursi, desde su paréntesis eterno de amantes en llamas. Y he querido separarlos, porque ser el narrador todopoderoso también me permite amar, envidiar, desear, odiar.
Odiar.
He llegado a odiarme, creo que ya lo he dicho, porque ahora sé que solo fui un pretexto, un ingrediente, un elemento más de la trama de un relato extraño, inconexo y febril que se está acabando de escribir a las 00:25 de la noche de un miércoles… perdón, ya jueves, 8 de mayo de 2025. Una parte más de un puzle de tres piezas. Estaba aquí para servir a la trama, para forzar los límites del amor humano. He sido tan viejo como el tiempo mismo, se me ha concedido el regalo envenenado de ser eterno, y en todos los finales, en todos los principios, en todos los medios, finalmente, ella y él de la mano, volviéndose locos, arrasándolo todo. Un espectáculo que hemos podido observar desde la distancia imprudente que han permitido los átomos.
Como encontrar el hogar en mitad de una tormenta.
Como mirar directamente al sol y ver a dios.
Como enamorarse de una hoguera